martes, 15 de septiembre de 2009

MARCELA

(Los extremos)

Marcela era su nombre, gemela de otra que tras haber nacido expiró. De modo que ella vivió y fue creciendo. Una simpática niña, de ojos claros, una sonrisa divinal y una enorme pasión por vivir. Parecía una niña dotada de muchos dones, una memoria incomparable, en cierto modo, envidiable para la multitud.

Cuando cursó la primaria, en su pueblo natal, fue reconocida como la mejor alumna de toda la institución educativa. En la secundaria fue también condecorada con muchos honores, las más altas calificaciones y no conocía las derrotas. Siempre la mejor alumna y los triunfos fueron su costumbre. Obtuvo muchos premios, diplomas, trofeos, y toda clase de reconocimientos por parte de su colegio.

Sin embargo, un día, no habiendo otra, terminó el colegió y decidió entrar a formar parte de un club de monjas que trabajaba por el lugar. Las monjas tenían su propio ritmo de vida: de oración, meditación, quehaceres de la casa, retiros, reuniones, convivencias con niños y jóvenes, trabajos de asistencia social… Marcela, muy pronto, se familiarizó con la rutina y descubrió un nuevo camino de triunfo. Lo que antes era un triunfo en una institución pública como el colegio, se convirtió ahora en una posibilidad de triunfo en un ámbito religioso, cuyo objetivo era alcanzar la santidad.

La santidad como objetivo despertó en Marcela una especie de obsesión y comenzó tomando nota de la característica de algunas monjas que se empeñaban en el asunto. Vio sus sacrificios inigualables, sus detalles como: madrugar para rezar en la capilla, sus comportamientos intachables, su abstinencia ante las comidas, su vegetarianismo, etc. A Marcela, y a las otras monjas, aquellas religiosas, les parecía perfectamente santas, hijas de Dios, tanto que sus decisiones, puntos de vista, consejos y sus palabras solían ser acatadas como si fueran palabras de Dios para la comunidad. Por esas costumbres solían ser muy elogiadas por todos los miembros del monasterio.

Muy pronto, Marcela, se dejó impactar fuertemente por estas actitudes de las monjas más sacrificadas y austeras, y decidió seguirlas. Todas las sugerencias los tomó muy a pecho, siempre presto, siempre en la capilla, puntual, comenzó a comer poco, a veces ni siquiera eso. No comía nada. Por su esmero sobresalió rápidamente sobre las demás debido a sus propios empeños y sacrificios. Las religiosas mayores, la maestra y sus colaboradoras, comenzaron a elogiarla diciendo que era la mejor del grupo, incluso comenzaron a recomendar que las demás novicias debieran tenerla como modelo de vida religiosa. Poco a poco sus palabras y decisiones comenzaron a tener relevancia al interior del grupo. - ¡Nunca hemos tenido una novicia tan empeñosa! –Murmuraban–.

Con el tiempo fue creyéndose cada vez más santa e irrefutable, llegando a influir incluso en la decisión de las superioras.

Siempre ocurre así: cuando contraes la enfermedad del triunfo, no importa en qué ámbito te encuentres, siempre querrás sobresalir. Sólo si siempre eres abanderada o santa, que son la misma cosa, estarás conforme. Tu vida se volverá poco a poco una verdadera locura porque todo triunfo es siempre un fracaso. Estudias mucho para sobresalir y haces lo que sea para dominar a tus compañeros y, pronto, te volverás adicta al triunfo y al poder. Te irás haciendo político. Vas a otro lugar, asumes todas las reglas de juego, las observas estrictamente, te conviertes en la más santa o santo que todos, por creer que ese es el verdadero camino. Así te volverás un simple títere de los demás. Vivirás del ‘qué dirán’. Te moverás siempre en los extremos y te habrás sepultado tú mismo.

Sin embargo la realidad es siempre otra. Ni lo que tienes por santidad ni lo que tienes por inteligencia, son alimentos para el alma porque son ideas tuyas, de tu cultura, de tu sociedad, pero no realidades. Por tanto erróneas. Sin embargo esas personas son las que han triunfado en este mundo. Ese tipo de títeres y esclavos se fabrican en las escuelas, los colegios, las universidades, en los monasterios, seminarios, casas llamadas equívocamente religiosas, entes construidos en base a la competencia y a la ambición. Luchas y luchas, incluso si tienes que morir estarías dispuesto a dar tu vida, a suicidarte por el honor y por el poder. Si eres religioso o sacerdote estás luchando por ser santo, haciendo una cosa por aquí y por allá, ayudando a la gente, para agradar a tu Dios imaginario por ganar un pedazo de cielo o algún paraíso que no existe más que en tu mente, para que los demás te digan que eres un sabio, un inteligente, un santo y demás tonterías.
Todas estas cosas son simples proyecciones mentales que nada tienen que ver con religión. Son simplemente una forma de hacer política. Por todo lo que haces siempre estás esperando resultados, estás evaluando, esperando recompensas, gratificaciones de distinta índole, etc. Con el tiempo te vas volviendo esclavo de tus propias proyecciones. Un verdadero ‘títere’, cuyo titiritero es la multitud. Por eso en lo que concierne a la religión y a la política, así como han sido ejecutados en Occidente, son una misma cosa. No hay ninguna diferencia. Ambos funcionan en base a una organización y, toda organización, siempre produce locura. Antes el honor y la buena reputación, ahora la santidad y la respetabilidad. ¿Qué diferencia hay? Ninguna. La vida de Marcela se repite.
Khishka

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