lunes, 23 de junio de 2008

EL NARANJO

(No puedes dar de lo que no tienes)

Un hortelano estaba pasando por el mercado y, entre muchas plantas puestas a la venta, escogió una y la compró. Era una casi insignificante plantita de naranjo. Llevó a la huerta de su casa, cavó un pozo en el lugar más adecuado, preparó la tierra con buen abono, Luego rellenó el pozo con esa tierra casi hasta el nivel del suelo, la regó tres veces al día durante una semana y, después de tres días, plantó la nueva plantita.

Todas las mañanas, antes de que llegue el sol, le daba agua para que la plantita se alimente y crezca sin problemas. Las malezas que crecían a su lado solían ser prontamente arrancadas para que no le perjudicase en el proceso de desarrollo.

Con el tiempo fue creciendo más y más. Sus raíces aprovechaban lo máximo el agua, que cada mañana le echaba el hortelano, la sabia vital, los nutrientes y la energía de la propia tierra. Así fortalecía día a día el tallo, las ramas, las hojas, etc. y su follaje se volvió cada vez más notable, atractivo y llamativo.

El tiempo y la buena atención del hortelano fueron factores determinantes para que el naranjo fuera creciendo naturalmente hasta adquirir una singular belleza y altura considerables. Su sombra también aumentaba a medida que los tallos se llenaban de hermosas hojas y ramas. Poco a poco fue completando su crecimiento y su madurez.

Llegado el tiempo de la madurez, después de un proceso considerable y necesario, se vistió de una infinidad de flores que despertó la algarabía de las abejas, los colibríes y las hormigas. Cada una de las especies solían recibir su parte. El mismo hortelano que contempló lo que ocurría con el naranjo que había comprado en el mercado degustó, al mimo tiempo, de la sombra, la fragancia y todo el flujo natural de los otros seres que habían comenzado a disfrutar y hacer fiesta en torno a los favores y gracias del que rebozaba el nuevo naranjo plantado en el huerto.

Pasada la temporada de flores comenzaron a brotar los frutos que también requirieron un tiempo necesario y considerable para su desarrollo y madurez. Los frutos crecían y crecían, y, el árbol del naranjo, se volvió cada vez más atractivo, pintoresco, majestuoso, simpático y apetecible. Las aves también aprovecharon su follaje no solo para emitir sus melodías histéricas (de misterio) sino, también, para hacer sus nidos en él mientras que los frutos comenzaron a tomar cuerpo, color y tamaño.

Luego le llegó la temporada de compartir sus frutos ya que estaba rebozante y repleta de primicias. Todo lo que podía brindar, las naranjas, los puso a disposición de todos los seres: del hortelano y toda su familia saboreó la exquisitez del cítrico; los otros seres y los microorganismos también tuvieron su parte. Todos, absolutamente todos, disfrutaron, celebraron y degustaron de sus delicias. La celebración comensal convocado por el naranjo rebozante de sus productos había entrado en su etapa más festiva.

Había sido necesario, como etapa primera, un proceso de desarrollo y absoluto aprovechamiento para sí de los bienes que provee la vida y la existencia para, como etapa segunda, cargarse de frutos y compartirlo espontáneamente con desconocidos, familiares, amigos y extraños. Ésta cualidad del naranjo, la de compartir ‘sin más’, sólo había sido consecuencia de su propia naturaleza. No era una obligación que debía cumplir con nadie sino como producto del hecho de haber fluido con la naturaleza.

De ese modo el naranjo se había convertido en fuente de bendición y alegría comensal para el hortelano y sus allegados; para las aves, las hormigas, los gusanos y otros microorganismos… En suma: para todos sus coetáneos. El naranjo ya no era sólo un árbol, fue más que eso, se transformó en un verdadero amigo, es decir, la extensión misma de la gratuita amistad de la madre naturaleza y de la existencia para con todos los seres. Por eso todas las especies fueron favorecidas por sus dones, gratuitamente y ‘sin más’, debido a su cualidad particular y natural de nutrirse máximamente a sí para que ello rebose y alcance a todos, ya que nadie puede dar de lo que no tiene.

Sin embargo todo el mundo ha enarbolado la ‘regla de oro’: ‘no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan’. Esto es, en otras palabras, que cualquier cosa que lo estás haciendo lo estás haciendo porque te gustaría recibir lo mismo a cambio. Comportarse con los demás como quieres que se comporten contigo es un tipo de moralidad muy baja. Es completamente interesada en el fondo. La compasión es totalmente diferente, es inmotivada, es como la lluvia que cae sin más sobre la tierra seca del desierto o sobre el mar mismo. En la compasión no hay ninguna consideración sobre el otro. La compasión es espontánea y natural. No es una manera de hacerse el favor a uno mismo indirectamente. No es cuestión de utilizar al otro porque, el otro, no es un medio, es un fin en sí mismo. Con razón dijo Emmanuel Kant: ‘la utilización del otro es un acto inmoral, es el mayor acto inmoral’. Es un crimen.

Al interior de la llamada ‘regla de oro’ se esconde el deseo, el deseo de favorecerse a uno mismo, pero en la lógica del naranjo no cabe esa pretensión. ‘La compasión es el florecimiento supremo del amor’, es decir, das porque no puedes hacerlo de otra manera. Esa es la cualidad propia del naranjo: ‘dar o compartir sin más’. No tiene nada que ver con el cumplimiento de una obligación, un deber, un voto, absolutamente nada. Esas cosas son una especie de artimañas, matemáticas, cálculos, vicios.

Todas las religiones enseñan a ‘odiarse a uno mismo’ y ‘amar al otro’, pero la gente que se odia ¿cómo puede amar al otro? Es totalmente absurdo pues, a lo sumo, uno puede fingir que ama. El amor no es un mandamiento en absoluto. No te pueden mandar y ordenar a que ames. No pueden obligarte a que ames. No puedes manipular o controlar el amor porque el amor es más grande que el individuo, es más elevado, es la fragancia envolvente de la madre naturaleza. ¿Cómo puedes controlar aquello que te supera, aquello que es más elevado que tú? Es imposible. Sin embargo todas las religiones, cuya mentalidad es legalista, te dicen: ama esto, ama aquello, ama lo otro, ama a tu padre, ama a tu madre, ama a tu hermano, ama a tu esposa, ama tu esposo, ama a Dios, ama a tu Iglesia, etc., etc. y, al final, te pierdes en ese mar de exigencias. Todo ello te insisten desde tu tierna infancia: ‘amar a todo el mundo’. Uno está condenado a intentar ‘amar’ e intentar demasiado es forzar y hacer que el amor se escape de tus manos. ¡Te estás perdiendo el amor por intentarlo demasiado!

La mente legalista ha presentado el amor como un mandato, por tanto, como una condena por la que todos están condenados a ‘amar’ y el amor se ha convertido en la mayor maldición que ha caído sobre la tierra. El ‘mandar u obligar a amar’ lo único que ha conseguido es fingir que uno ama y esa ficción no es otra sino altruismo. Sin embargo lo fundamental es amarse tanto a sí mismo que el amor reboce y alcance a los demás, en la lógica del naranjo. Debes tener algo para compartir.

La gente altruista está dando condiciones, infelicidades, sobreproteccionismos, sufrimientos, angustias y ansiedades. Están ciegos. Prefiero que todo el mundo sea egoísta que altruista. Solo así tendrá algo para dar al igual que el naranjo. Bien dijo Jesús: ‘ama a tu prójimo como a ti mismo’ y yo entiendo ello dándole un orden ligero, por eso digo: a menos que te ames a ti mismo no puedes amar a tu prójimo. Es imposible. Ámate lo más que puedas para que tu amor rebose y alcance incluso al delincuente. El amor es algo que sucede espontáneamente. No responde a ningún mandato o régimen. Por eso no soy partidario de los altruistas que usan de la gente para satisfacer sus egos. Más bien condeno esa actitud porque usar a los demás es un acto completamente inmoral. Es un crimen que debería ser sancionado.

Freud y los psicoanalistas han dicho que ‘el niño, al principio, es onanista’, esto es, se ama a sí mismo. El niño, en cuanto al sexo, primero es autoerótico, después homoerótico y más tarde heteroerótico. Lo que sucede en el niño ocurre en el campo del amor. Por tanto la base de todo es el amor a si mismo, solo después viene el amor al prójimo como consecuencia o florecimiento del primero. Posteriormente viene el amor a la existencia y a la vida, pero la base eres tú. Mi recomendación es: no te critiques, no te rechaces, no seas sádico contigo mismo. Acéptate. Lo divino ha hecho en ti su morada, la existencia te hizo templo suyo, lo divino está latente en ti. Si te rechazas, rechazas lo más próximo a la divinidad que hay en ti y si rechazas lo más cercano es completamente imposible que ames lo que está más lejos.

Finalmente, lo que queda es simple, propio del naranjo, no obstruir la divinidad. El compasivo es aquel que se ha convertido en un vehículo de la divinidad. Ser compasivo es permitir que la divinidad fluya a través de ti. Te conviertes en la flauta o el violín de Dios, porque solo una ‘caña’ o una caja es capaz de permitir que la música fluya a través de él. Si el compasivo es la flauta por donde fluye la música eterna de Dios, Dios está recitando en el canto del pájaro y el naranjo es su enseñanza, el río es su canto y toda la existencia es su baile en torno tuyo. ¿Ves? Cuando permites que la música eterna suene a través de ti, desapareces para que pueda existir y, cuando dejas de existir, la divinidad fluye a través de ti completamente.
Khishka
Testigo ambulante

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