sábado, 30 de enero de 2010

LA LIBERTAD CREADORA


(Lo básico para crear un ‘hombre nuevo’)

Nasha era una mujer hermosa, muy valiente y muy peligrosa. Una mujer sabia. Era la abuela de un muchacho que, por circunstancias de la vida, fue criado por ella.

Un día, el chaval, quiso ir a jugar. Dijo a su madre, aunque en realidad era su abuela:

-Mamá, quiero ir a jugar.

Ella contestó:

-¿Cuánto de dinero necesitas?

El muchacho no supo decir cuánto y la abuela tuvo que darle cien pesos para que vaya a jugar, diciéndole:

-Ve a jugar donde quieras, pues todo se aprende con la experiencia.

Posteriormente, cuando apenas tenía tan solo once años, el muchacho presentó otra petición:

-Mamá, quiero beber vino.

Ella respondió:

-Adelante, ahí tienes todo el vino que quieras.

Ella misma fue a la despensa, trajo una botella de vino, la destapó y dijo al muchacho:

-Si te falta, la despensa está abierta.

El muchacho –al ver que su abuela siempre iba por delante y no tenía el menor reparo sobre lo que él pedía–, con toda confianza, tomó un vaso, se sirvió y bebió pero, tras el primer sorbo, sintió un rudo desencanto por el sabor del vino que, con gusto, solía beber su abuelo después de cada comida.

Luego, después de unos días, solicitó otra cosa. Dijo a la anciana:

-Mamá, quiero fumar.

Ella –sin imponer resistencia alguna o como si fuera algo tan natural que un muchacho pida– contestó:

-Está bien, pero fuma aquí en casa. Pues si fumas entre la gente, puede que a otros les disguste. Así que fuma aquí, todo lo que quieras. Yo te proporcionaré los cigarros.

Entonces el chaval comenzó a fumar hasta que un día dijo:

-¡Basta! Ya no necesito fumar.

Y, desde ese momento, dejó de fumar para siempre.

Luego como la madre no tenía ninguna afinidad religiosa, no iba los domingos al templo como la gente común lo hacía. Al parecer, solo estaba interesado por el crecimiento de su nieto. Por eso todo lo que ella hacía –en cuestión de religión– era sentarse en silencio a la sombra de la higuera, sola, absolutamente sola. El muchacho, algunas veces, solía acompañarla en ciertas sesiones. Y, con el tiempo, él, también, aprendió a respetar por sí mismo el silencio de la anciana.

En otra ocasión, el muchacho, adquirió una nueva costumbre, la de frecuentar un templo católico los días domingos. Pero solía visitar con una finalidad muy particular: la de robar las piedras preciosas que la gente acostumbraba dejar junto a los candelabros. Las piedras preciosas no eran otra cosa que ofrendas destinadas a formar parte de los tesoros del templo y del que sólo podía disponer el párroco en caso de grandes necesidades. Un día, el cura de la iglesia, le encontró con las manos en la masa; le llevó a la presencia de su abuela para presentar formalmente la denuncia; acusó al muchacho de ‘ladrón de cosas sagradas’; y le pidió un castigo severo. Pero la abuela replicó:

-¿Castigarle? ¡Eso si que no, señor cura! Puedo castigarme a mí, pero no a mi hijo. ¿A cuanto equivalen sus robos? Se lo pagaré. El cura detalló el precio, y ella devolvió en efectivo su equivalente a los tesoros robados. Una vez arreglado el asunto, el funcionario se fue completamente desconcertado.

Pasado unos días, estando en colegio, el vástago escuchó hablar a sus compañeros a cerca de una prostituta famosa que había llegado al pueblo. Él, muerto de curiosidad, preguntó a su madre:

-Mamá, ¿qué es una prostituta?

Ella respondió:

-Prefiero que tú mismo la veas. ¿Cuánto cuesta la entrada para ir a verla? –Interrogó, porque sabía muy bien de qué se trataba–.

El muchacho contestó:

-Cincuenta pesos.

Ella insistió:

-Ve a verla, y puedes volver a la hora que quieres. La puerta estará abierta, pero cuando vuelvas, por favor, asegúrela.

La abuela le dio los cincuenta pesos y el muchacho fue a ver la demostración de la prostituta. En aquella cultura, las prostitutas, acostumbraban a hacer una especie de preparatoria o preámbulo con cantos y bailes, antes de recibir a sus clientes. Llegado la hora, el muchacho se dio cita al lugar y vio que el canto y el baile ofrecido por la mujer eran de una categoría tan baja, y la mujer era tan fea que le dio náuseas. Y vomitó… Luego, no quedando otra alternativa, volvió pronto a casa. Allí, la abuela preguntó:

-¿Por qué has vuelto tan temprano?

El muchacho contestó:

-¡Porque me resultó una presentación nauseabunda!

El niño pedía y la abuela concedía. Esa era la lógica que reinaba en el hogar. La madre siempre estaba dispuesta a darle todo lo que pedía el muchacho, nunca impuso una prohibición; nunca interfirió en su camino; nunca truncó alguna intención; nunca frustró la potencialidad del muchacho que se manifestaba en forma de gustos, peticiones y deseos… Incluso estaba dispuesta a ir con él donde sea, aunque fuera a la cárcel –si fuera necesario–, pues sabía que sólo la experiencia propia podía colaborar al crecimiento del chico y al desarrollo de su potencialidad. Sin duda, la anciana, la Gran Madre, era una mujer de gran intuición.

En ese ambiente de absoluta libertad, en un ambiente sin prohibiciones de ninguna naturaleza, floreció el hombre más bello del universo. Aquel contexto hizo de él un joven capaz de transformar su libertad en una consciencia pura. Y cuando fue haciéndose mayor logró desarrollar una consciencia aguda tal que nada ni nadie, venido del exterior, podía determinarla. Él se convirtió, simplemente, en un espejo que reflejaba el rostro de cualquiera que se le acerque. Es así como se abrió su propio sendero. Luego comenzó a derramar sabiduría, eternidad, celebración y bendición para los suyos.

Por eso, ésta es mi apuesta: no creas ni lo que dicen ni lo que te cuenten los demás; no creas lo que dicen los libros, por adorables que fueran; no creas en nada y a nadie, sino lo que sabes por experiencia propia. Hay una sola forma de saber, esto es, cuando lo experimentas tú mismo. Pero justo ahí es donde los padres se vuelven nauseabundos porque están dando órdenes constantemente. La autoridad siempre provocará náuseas en los seres de inmensa cordura e inteligencia.


Todo niño es la reencarnación de Dios. Al niño se le debería respetar por encima de todo, se debería dar la oportunidad de crecer y de ser, no de acuerdo a ti sino de acuerdo a su propio potencial. Nadie debería prohibirle; nadie debería enseñar su propia religión, ni costumbre, ni ideología, ni moral, ni nada que sea suyo. Enseñar al niño todas esas cosas son actitudes irrespetuosas y, al mismo tiempo, irreligiosas. Para el niño se debería tener siempre las puertas abiertas, porque sólo así él podrá implementar su propio modo de ser religioso porque con cada niño que llega a este mundo, llega una nueva religión, un nuevo modo de estar en contacto con el Todo Cósmico. Esto es lo básico para crear un hombre nuevo, un hombre cósmico, universal, total, que aporta dicha, felicidad y alegría a la Existencia Global.


Khishka

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